martes, 10 de julio de 2007

¡Que lindo creer! (2)

Habíamos descubierto de manera simultánea que éramos adoradores. ¡Cuántas veces el solo hecho de pronunciar esta palabra hacía que a nosotros los intelectuales se nos pusiese la piel de gallina! ¿No habíamos adorado, de diversos modos, a las personas, los sentimientos, las cosas, el dinero y a nosotros mismos? ¿Y después, con motivos seguramente más nobles, no habíamos visto con adoración la puesta del sol, el mar o simplemente una flor? ¿Y cuántos de estos sentimientos, de estos amores, de estas formas de adoración, tenían que ver con la pura razón? ¿Quién de nosotros no había amado algo o a alguien? ¿No constituía todo eso la materia de que estaba hecha nuestra vida? ¿No eran adecuados estos sentimientos para determinar el curso de nuestra existencia? Era imposible afirmar que

nosotros no tuvimos la capacidad de creer, de amar o de adorar. Habíamos vivido, de cualquier modo, de una fe o por una fe.

¡Imagínese una vida sin fe! Si nos hubiese dado sólo la razón, ¡qué cosa sería la vida ! Pero creíamos en la vida, evidentemente que creíamos. Ciertamente no podíamos dar una prueba de la vida, tal como se demuestra que la línea recta es la distancia más corta entre dos puntos, pero ahí estaba la vida. ¿Podíamos decir otra vez que todo eso no era mas que una masa de electrones creados de la nada, sin ningún significado y en rotación hacia un destino ignoto surgido de la nada? Evidentemente que no. Los mismos electrones parecían más inteligentes que esto. Así lo afirman los mismos químicos.

Entonces vimos que la razón no era todo. Tal como la utilizamos, tampoco es enteramente confiable, aun cuando emane de los cerebros más brillantes. Pensamos en aquéllos que habían demostrado que el hombre jamás volaría por los aires.

Habíamos asistido, en una u otra forma de vuelo, a la liberación del espíritu humano; habíamos visto a personas que se elevaban sobre sus propios problemas. Esto era gracias a Dios decían ellos y nosotros sólo nos limitábamos a sonreír. Habíamos sido los testigos de una liberación espiritual, pero preferíamos decir que no era verdad.

Nos engañábamos recíprocamente en aquel tiempo, porque en cada hombre, mujer y niño está profundamente arraigada la idea de Dios. Ésta puede estar enmascarada por la desdicha, la vanidad, el culto a otros valores; pero la idea de Dios está ahí; en cualquier forma, siempre está ahí. La fe en un Poder Superior a nosotros mismos y las manifestaciones milagrosas de esta fuerza en la vida de los seres humanos son hechos tan antiguos como el hombre mismo.

Finalmente, descubrimos que la fe en Dios, sin importar de qué tipo de dios se hable, era parte de nuestra naturaleza, como los sentimientos que experimentamos por un amigo. A veces debimos buscar mucho, pero Él estaba ahí. Su existencia era tan real como la nuestra. Descubrimos la Gran Realidad dentro de nuestra alma. En el último análisis es solamente ahí donde se le puede encontrar. Así nos ocurrió a nosotros.

Todo lo que nosotros podemos hacer es despejar un poco el camino para los demás. Si nuestro testimonio le ayuda a librarse de

sus prejuicios, lo hace capaz de reflexionar honestamente, lo anima a buscar diligentemente dentro de usted, entonces, si quiere, puede unirse a nosotros en el Gran Camino. Si usted está dispuesto hasta este punto, no podrá fallar. Necesariamente tomará conciencia de su propia fe.

Encontrará en este libro la historia de un hombre que se creía ateo. Su testimonio es tan interesante que queremos anticipar algo aquí. Su metamorfosis interior fue espectacular, emotiva y convincente.

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